viernes, 3 de septiembre de 2010

Yo tenía una casa en Áfica

Cada noche subía a la parte alta de mi litera y soñaba, en 35 mm, con mundos de bestias, batallas y científicos locos. Soñar no me costaba dinero y volar como un águila en busca de esos mundos era una necesidad de mi alma.
Por eso a mis padres no les extraño que me fuera de casa a los 22 años, sin un duro y con una beca que hasta Carpanta la hubiera rechazado.
Por eso a mis hermanos no le extraño que me fuera a vivir a Canadá y Polonia cuando tuve mi momento.
Por eso hoy no os puede sorprender que me haya ido, otra vez, en busca de retos en 3D.

Lo que ha cambiado es mi edad,
mis numerosas canas,
mi cuerpo maratoniano,
mis zapatos locos,
mis calcetines de rayas,
mis gafas verdes,
mi piel despoblada de pelo,
mi cámara de fotografía,
mi portátil,
mi mega pantalla,
mi ipod,
mi gente.

La primera vez fue fácil, solo tenía 22 primaveras y mucha ansiedad.
La segunda fue rápida pero muy lluviosa, con 37 años dejé un rastro de tristeza imborrable.
La tercera era el adiós a un año por el mundo y, aunque cansado, sabía que echaría de menos ser un asilvestrado como mi hermano oso.
La cuarta, la presente, se ha cocido a fuego lento, y a pesar de la alegría enorme que me produce vivir de okupa en casa de mi hermana, pasear y ojear con mi cámara una gran ciudad o vivir un invierno de frío, echaré de menos

hacer una paella,
salir de compras y volver de madrugada,
los niños que crecen,
ir a las rocas a bañarnos,
las risas del alba,
tu boca,
las caminatas improvisadas,
las conversaciones científicas a tres,
iluminar tus ojos,
una cerveza fresca en el Monopol,
perder la cabeza,
salir de cena y compartir el postre,
una película de autor insufrible,
los entrenamientos a media tarde….

Yo tenía una casa en África que cuando la gente entraba se asilvestraba y se quitaba los zapatos….