martes, 1 de abril de 2008

Apuntes de Marrakech

Siempre me he preguntado por qué en los lugares subdesarrollados hay tantas antenas parabólicas; nunca lo entenderé…Anyway, así es Marrakech por arriba, pero lo mejor está debajo, con sus calles encantadoras, más gente que en la guerra y la vida en esas estrechas callis, carros con burros y carros de humanos, motos de mi juventud con motoristas sin casos y un sonido a años 80, carne roja colgando de ganzúas, mercados de especias, farmacias naturales que alivian todo y más, pescado jareado, vendedores de dientes, encantadores de serpientes, frutos secos como melones y mucho dulce bañado en miel. Pero ante todo, sí te dejas, te envuelve entre sus olores y colores y vives tu propio cuento de Aladín.

Pues en esta ciudad tan entretenida viajaron 25 francófonos y un constipado viviente. Porque si tiene algo de malo viajar es hacerlo con fiebre…bueno…y con muchas mujeres deseosas de saborear el fruto de la victoria regateando en el zoco (¡¡Dios después de esto me matan!!!). Pero lo más increíble fue compartir horas con un bombero por dos razones: la primera, por que el cuerpo es ¡¡increíble!! —he decidido que tengo que ir al gimnasio, ver algunas cosas que no puedo contar por pudor y luego mirarme al espejo me ha creado un problema psicológico grave—, hasta una de las de sexo opuesto se quedo sin habla, que ya era difícil, al verlo con menos ropa de lo habitual; la segunda, por que nunca he visto tragar tanta comida en tan poco tiempo, la paella que algún día haré tendrá que ser para 50 o no saciaré el apetito de tal individuo. Aunque en su favor he de decir que no hacía tiempo que no compartía horas con una persona tan buena persona; las niñas deberían hacerle un monumento por que no las descuidó en ningún momento.

Uno de los lugares más interesante es la plaza mayor, Jamma el Fnac. Por la noche es ocupada por unos cuantos chiringuitos para cenar. Todos ellos enumerados en un orden inteligible e irracional que impide buscar los recomendados, así que siempre es mejor da una vuelta y quedarte el último para que los miles de camareros no te den la paliza para que vayas al suyo. Aunque siempre se puede recurrir al típico recurso “el jefe es aquél, hable usted con él”. Y un aspecto importante, nunca mires lo que te comas, ni como lo preparan, ni como lavan los cubiertos y si el agua está limpia o no. Sentados en uno de ellos decimos pedir algo que ingestar. Los trozos de pollo tenían el tamaño de una uña y la “gacel” del grupo empeñada en dividirlos en dos, mientras este sujeto cortaba los granos arroz en dos siguiendo sus enseñanzas, había que compartir. Dos hermosas mujeres se deleitaban y casi vomitan con la forma de tratar los alimentos y la limpieza con una esponja más marrón que verde en agua más verde que marrón. Niños que vendían roscos dulces que a veces se les caía al suelo, los recogían y te los ofrecían; peleas que nunca llegaban a las manos y una vida intensa en cada ladrillo de esa plaza.

La visita al puerto más cercano fue algo difícil de llevar con un cuerpo más que molido, pero con las ganas de desembarcar en uno de los lugares en los que más me gusta perderme. Así que máquina en mano, con más morro que un cochinillo negro y asumiendo que alguno se acordaría de la familia del asilvestrado anduvimos por los rincones en busca del mercado a pie de puerto. Salvo aquel individuo que quiso enseñarle el barco por dentro, el chico que no acepto ninguna foto de su pesca y algún que otro nativo salido de una peli de terror todo fue en su justa medida.

Posiblemente el mejor momento fue sentado en una plaza a distancia de todo el mundo, en silencio salvo las conversaciones de una joven que quiso saber como se vive acompañando a un loco, con el tiempo parado y viendo pasar la vida en busca de mi vida. Pero por mucho que les cuente, África hay que vivirla es la única forma de entenderla…vayan no se arrepentirán.