miércoles, 23 de mayo de 2007

Ríos de sangre

Para muchos niños la primavera en Valencia era el principio del verano, del calor, de las flores, de los días de playa en el Saler o en la Malvarrosa, de los fines de semana en el chalet, de la fijación bifocada en las chicas y de la vida en la calle hasta las tantas. Pero para unos cuantos la vida se movía en otros parámetros. Era el momento de salir a vivir en un río, de correr como liebres, de ser piratas o de vaqueros rodeados de indios, de ser “freemen”, de investigar en antiguas casas de pastores o de trenes abandonados. Y lo mejor de todo, casi nunca había nadie más, con lo cual, el mundo era nuestro, éramos los “Conquistadores del Oeste”. Con amigos o con familia, para un día, para una semana, para un mes, con o sin caravana, siempre íbamos al río…por qué mi padre es Pescador de Truchas.


Los días antes de la desveda, cuando llegaba del colegio, mi padre tenía tomado el salón de casa con todos los artilugios de pesca: moscas, buldos, corchos, hilos, cañas, carretes, tijeras… Nos sentábamos con él y nos explicaba sobre las excelencias de cada mosca (falanges, avispas, marrones, canelas…), lo caras que costaba cada mosca de León y la necesidad de jugarse la vida por ellas sin fuese necesario, como se hacían los nudos, del color plateado de las cucharillas; en fin, todo lo que un pescador de truchas debía saber; mientras, mi madre, se ponía de los nervios con tanto lío por su comedor.

Un mes antes, mi hermano y yo (mi hermana prefirió dedicarse a pintar, ¡¡gran elección la suya!!) ensañábamos con la caña y un buldo nuestras habilidades para introducirlo en cualquier objeto que tuviese un hueco. El preferido era la sopera de mi madre, aunque cambiábamos rápidamente cuando ella llegada de la compra. Creo que nos pilló alguna vez, y la bronca fue sonora, ¡¡su sopera!! De vez en cuando una huella de nuestras hazañas quedaba en el techo, siempre decíamos que era del año anterior, aunque nunca se lo creían.


Y de todos los ríos que recorríamos había uno especial, el río de Albarracín en Teruel. Bello entre los bellos, río truchero por excelencia, allí aprendimos algo más que a pescar. Los domingos nos levantábamos a las cuatro de la mañana, nos enfundábamos en nuestros trajes de camuflaje, mi padre ponía Radio Nacional de España en el coche y yo me repantigaba en el asiento trasero para quitarle horas a la noche. Tras subir el Puerto del Ragudo (¡¡que maravillosa carretera llena de curvas y desniveles!!), parábamos en Barracas y me compraban coquitos que los engullía como caramelos. Amanecíamos justo al lado del río, ya preparados, y con los nervios propios de una boda casta esperábamos el momento que mi padre diese la orden de ir al río. Como una línea de guerreros armados con sus pertrechos avanzábamos los tres; una vez junto al río cada uno tomaba un camino, uno hacía arriba, otro hacía abajo y otro se quedaba allí, siempre separados para no molestarnos. Y en ese momento ocurría el milagro; poníamos un pie dentro del río y quedábamos prendados de una mujer de cabellos largos que nos envolvía. Tocaba el agua, bebía (por qué entonces los ríos no estaban contaminados) y me disponía a un día de pesca. A la hora de comer, mi padre recorría el río silbando o pitando con el coche, era el momento de parar. Junto a la ribera del río sacábamos el “taper” de pollo frito que mi madre había preparado el día anterior, la hogaza de pan comprada en el pueblo y charlábamos de pesca y de la vida.



Las horas pasaban como si nada y, aunque no solía coger muchas truchas, sentir la caña doblada un solo segundo era recompensa suficiente. Aún así, para un futuro biólogo ver a las serpientes de agua esconderse por los zapateros, a los buitres navegando con el velamen desplegado, a las águilas mostrando su poderío, a los caballitos del diablo corretear, a los escarabajos aleteando su colorido, a los topos jugar al escondite entre agua y tierra, y demás familia, era, realmente, maravilloso.







Cuando me cansaba me sentaba en la ribera del río y me quedaba encandilado. Un día, oí un susurro que venía de éste; me extraño, pero no hice caso. El sonido se transformó en lenguaje; y comprendí que el río me estaba hablando. Sabía quién era yo, las veces que había ido, y las cosas de las que oraba cuando pescaba; nadie mejor que él conocía mis pensamientos. Fue entonces cuando aprendí con los ríos tienen vida propia, y empezamos una amistad de las que nunca se olvidan. Hablábamos de los profes, de lo difícil de algunas materias, de cuál sería mi futuro, de basket, de las chicas que me no miran, de cuánto ansiaba ver mundo.

Con el tiempo la vida me llevó por otro camino y mi amigo se quedó allí.

Hacía más de quince años que no nos veíamos cara a cara; esta semana hemos regresamos. Padre e hijos volviendo a compartir tiempo y pasión; mi hermano demostró que es un gran pescador; mi padre, algo viejo y falto de agilidad, nos siguió aleccionando por qué es un “Master”; y yo, olvidado en el pasado. Puse los pies en su interior, temeroso lancé varias veces; me sentí como un extraño que conoce por primera vez a una hermosa mujer que no le devuelve insinuación alguna. Toqué con mi mano arrugada el agua, me lavé la cara y el cuello, suspiré y seguí avanzando. De repente, un susurro familiar; allí estaba mi viejo amigo, correteando entre piedras y verdín, también algo más viejo. Me senté junto a él y volvimos a charlar de nuestras cosas, de los mundos que mis ojos han visto, de todas las historias que he vivido, de los amigos, de la familia, de los sueños; y, al menos, durante un instante, dejé de correr.

Por eso la pelí “El río de la vida” es para mí nuestra vida contada en 8 mm, con lecciones de pesca del padre; un hermano, “profe” de letras, y un asilvestrado; para muchos una película más. Pero sí abrieras los ojos, sí tú mente fuese libre, te darías cuenta que en nuestras venas no corre sangre sino la fuerza de un río; mientras éste, en nuestras ausencia, llora sangre carmesí…por que somos uno…por que somos PESCADORES DE TRUCHAS.




Tengo que volver al río, se me olvido contarle una cosa.

Si alguna vez me pierdo

Sí alguna vez me pierdo en el camino,
sí no me encontráis por ningún rincón del mundo,
o sí ningún viajero compartió asiento conmigo hoy;
no penséis que me fui a otros planetas,
buscarme en el bar de los Amigos de Les Halles,
allí estaré, sentado leyendo un libro, escribiendo alguna historia,
revisando fotos, o simplemente tomando copas;
por que sí me pierdo,
es que estoy en París.